TODOS SOMOS PROFETAS
Me quedo con esta frase del evangelio del día:
«Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia.»
El hombre se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; todos se admiraban.
Los que hemos tenido la dicha de reconocer a Jesús como nuestro salvador, no podemos permanecer callados. La fe, si es verdadera, es un tesoro tan grande que transciende nuestro propio yo. Los que nos sabemos salvados, como el endemoniado del evangelio, estamos obligados a anunciar lo que la misericordia del Señor ha hecho por nosotros. No sólo estamos obligados, sino que de nosotros mismos ha de salir el compartir nuestro tesoro. En otro caso, esa fe que hemos recibido, se secaría en nuestro interior. Una fe que no se comparte, se muere.
El endemoniado lo comprendió y partió a proclamar las maravillas del Señor, empezando por su propia casa, según el mandato de Jesús. ¿Nosotros, siendo conscientes del don recibido, lo compartimos con los demás? Y si no lo hacemos ¿ se nos ha agostado la fe?
Por el bautismo todos somos sacerdotes, profetas y reyes. No callemos los profetas, el mundo nos necesita: nos necesitan en nuestra propia familia ( nuestros niños, nuestros familiares enfermos, nuestros ancianos, nuestros parientes que no conocen a Cristo o no tienen interés en conocerlo...); nos necesitan en nuestro círculo de amistades, en nuestro trabajo, en la sociedad en que vivimos en la que la presencia de Dios entre nosotros cada día es más desdeñada . Todos estamos llamados a proclamar como Zacarías:
Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la misericordia
que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.
Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.
Si todos los que nos llamamos católicos ejerciéramos de tales, seríamos una fuerza que conseguiría cambiar el mundo. No se necesita elocuencia para ser profeta; basta con nuestro ejemplo , como reza la oración del Cardenal Newman:
"Haz que predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, por la fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago, por la evidente plenitud del amor que mi corazón siente por ti."
Que así sea
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